Inicia el taller «Creació i Expressió»

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Inicia el taller «Creació i Expressió»

Aquest any hem iniciat, vinculat amb el projecte Socioterapèutica, el taller «Creació i expressió» on profunditzem en l’escriptura creativa. Òscar Pujol, soci de Salut Mental Barcelonès Nord i participant del taller, ens comparteix un dels textos que ha treballat aquests últims dies en el nou taller d’escriptura:

«Espérame en el cielo»

Antonia Lafuente, con la mirada soslayada y el gesto adusto, abrió el sobre amarillento y maculado, de ángulos gastados, sello desteñido y tinta corrida, intuyendo que su interior no encerraba frases enhebradas por el hechizo de los sueños posibles y las ilusiones realistas. Sus manos trémulas, tez macilenta, dentadura ausente y un rostro demudado por el desencaje de un bagaje existencial (demasiado) azaroso, conformaban una conmovedora escena donde el azabache de sus ojos simbolizaba la oscuridad de una vida marcada por las batallas perdidas entre surcos de desesperanza y pozos de dolor sin fondo. Finalmente, Antonia, infiriendo su contenido, empezó a leer con el rigor aparente de un termómetro en invierno pero con la abnegación de un sol eclipsado, las líneas póstumas de su hijo Marcos, un héroe por accidente cuyo único pecado fue estar en el lugar equivocado, en la situación inadecuada y en el momento inoportuno. Mientras se aferraba a cada palabra con ademán afligido, se mesaba su ya blanquecina y exigua melena con evidentes síntomas de congoja. Su escuálida silueta, curtida por la infausta memoria de la injusticia, designada por un Dios obsoleto e impío, resaltaba aún más la profunda soledad e impotencia de un ser abrumado por sus preguntas sin respuesta y por sus deseos sin reciprocidad.

Marcos, en su crónica de una muerte anunciada, certificaba el sinsentido de un porvenir que obligaba a los jóvenes a dejar de serlo por decreto y a convertir en cobardes a aquellos que no estuviesen dispuestos a morir matando. Un sino que contravenía la más natural de las leyes naturales y empujaba a las madres a sobrellevar, infructuosamente, el suicidio encubierto de sus vástagos y a transformar su estremecedor luto en mero estoicismo.

La prematura finitud de nuestro soldado, con el consiguiente impacto maternal de la pena, atormentaba a Antonia, incapaz de controlar el balanceo de su menuda figura y de ahondar en los recovecos de su alma lacerada. Sus piernas flaqueaban y su trabajado corazón palpitaba aceleradamente, maldiciendo hasta la saciedad a los infames que inducían irremisiblemente a un fenecer precoz a aquellos espíritus domables que preferían la certeza de una muerte épica a la incertidumbre de una vida estigmatizada por el amplio yugo del deshonor.

Lafuente se incorporó quejumbrosamente, soportando con resignación la cristalina humedad de sus ojos y disimulando sus facciones demacradas por el paso -y el peso- de un tiempo inclemente y de unas vicisitudes no invocadas. Con cadencia cansina se acercó al vetusto espejo que presidía la sala y, negándose con vehemencia, contempló la estampa alicaída y marchita de una mujer condenada por el destino. Una nimiedad, sin embargo, comparada con la ingente dignidad de una madre coraje dispuesta a aceptar con serenidad el robo mezquino de su bien más preciado, bajo un discurso bañado en sangre y marcado a fuego por el hierro candente de la sinrazón.

Ante su laberinto sin salida, Antonia decidió salir por la entrada y reunirse con Marcos en el yermo reino de los cielos. Sería su muerte dulce, como dulces son todas las despedidas concebidas desde la libertad y ejercidas desde la responsabilidad. Un tránsito auspiciado por la firma voluntad de reencontrarse en una dimensión desconocida, pero no por ello menos anhelada. Una zona donde el tiempo seguramente se detiene y el espacio desaparece, pero en la que las almas que se buscan se encuentran porque el sentimiento que profesa una madre a un hijo es inconmensurable. Y solo en esa área celestial -y no en otra-, habría lugar para cristalizar el sueño recíproco de Antonia Lafuente y Marcos Ramírez: EL RECUERDO PURO DE UN AMOR COMPARTIDO.

Òscar Pujol